28 julio 2011

Contra el reflejo. Aproximaciones al centro del lobo. (El lago de Pátzcuaro)


I

Mi nombre verdadero se hallaba al otro lado del espejo. Pero allí se aparecía un guardián opaco. Me atribulaba entero su vista, su mirada vaga, una mueca desalmada: su sonrisa. Vestía un trajecito de niño inocente, probablemente elegido aquella mañana por su madre (linda, morena, profesora de baile). Un disfraz como una cáscara.

Mi nombre verdadero estaba al otro lado. Y allí se erguía la entrada al infierno. La famosa puerta negra, o el acceso a la laguna, que es una bella forma de decir abismo, pesadilla, o estupor. Allí arrancó el desasosiego. Una especie de: todos somos nuestro propio enemigo, sólo que allí, en ese acceso, se escondía un secreto inenarrable. Una especie de hiena que portaba mi máscara, justo como en el relato La debutante, de Leonora Carrington. Como si una hiena -sólo que esta vez enemiga- hubiese arrancado mi rostro en una dimensión desconocida y se lo hubiese colocado a manera de máscara, suplantándome. En dicho relato una hiena amiga toma el lugar de una niña que no quiere asistir a su fiesta; le arranca el rostro a la criada, a quien devora para no dejar evidencia del hurto, y baja a la cena y tiene un hedor terrible que termina por delatarla ante los invitados (ninguno había visto nunca a la niña verdadera) y enfurece; devora el rostro robado y al final escapa por la ventana del salón dejando a todos estupefactos.

Desde entonces todo ha sido una especie de camino al que acudían en masa animales fantásticos; lobos, leopardos, danzantes con máscaras de venado, el terror absoluto, la palidez en abstracto. Desde entonces todo ha sido estar varado en el extremo opuesto, en la península que se convierte en isla en temporada de huracanes, en huracán en temporada de caza, sangre en tierra de fantasmas.

Había allí una especie de secreto que el niño que había sido tenía que descifrar con el tiempo, hallarlo a toda costa, el despertar de la desesperación y de la asfixia, por así decir. Era la manifestación de lo inquietante, de lo que con los años descubriría que era yo mismo, el monstruo nuevo apareciendo cada vez que me rascaba -deja que veas mi nuevo monstruo que me rasqué-, la complejidad del yo, digamos, la señal de que no todo lo que había visto hasta entonces era Todo. Había más. Un algo más profundo, más delicado, la insoportable vastedad y el hastío. Es decir: el hallazgo de la muerte, o mejor: de la mortalidad.

Acudía al espejo a cada gesto. Robaba las pinturas de mi madre para deformarme el rostro, me pintaba sangre, me hacía moretones, rasguños. Cada que lloraba me miraba al espejo y descubría que mis pómulos se habían llenado de manchas rojizas; que mi nariz se tornaba malva; que en el fondo de los ojos se hallaba mi verdadero nombre, no Bernardo, no el nombre de bautismo, el cristiano, sino el auténtico, y que en el fondo estaba lo inalcanzable, lo insospechado, lo laberíntico. Cada que algo pasaba, una pelea entre mis padres, por ejemplo, o las primeras honduras, los primeros resquemores disparados por un desacuerdo o riña infantil, corría al espejo, decía mi nombre y descubría que mi boca, al moverse, mentía. Cada que iba penetrando en los siguientes niveles de complejidad anímica, o existencial (si es que podía haber eso en mi primeriza percepción de las cosas), corría al espejo y admiraba mis gestos, esa mirada perpleja y a la vez inescrutable, mi cinética, la farsa. Cada que me enfrentaba a un sentimiento desconocido; cada que acababa un programa en la tele; cada que alguien llegaba a la casa (mi padre, mi hermana, etcétera); cada que ponían una canción innovadora en la radio, o que se escuchaban pasos, o que arrastraban muebles en el piso (desocupado) de arriba; cada que llegaba del colegio, etcétera, corría a reconocerme al espejo.

Con que aquella era mi sombra en el mundo, pensaba. No en el mundo verdadero -el universo íntimo-, sino aquí afuera, la cáscara, los despojos del espíritu, lo que ante el resto de seres extraños nos representa. Pero aquello era inaceptable; yo quería más transparencia, menos máscara entre la hiena interior y lo palpable; menos accidentes superficiales, menos cerros, menos rostro, menos gestos. Deformarlo todo, dinamitarlo. Derribar los postigos.

Desde pequeño evidenciar los huecos, el espacio, la bestia. Liberar a la bestia y con eso logar el escape. Escapé por primera vez de mi casa no recuerdo a los cuántos años y seguí el camino hasta la iglesia del barrio. Me senté a pensar que aquel era mi rostro, mi cuerpo, mi credencial ante el mundo. Y yo no me sentía yo mismo; había revelado otra cosa y por aquel entonces, de una manera muy básica, claro, había descubierto que el único modo de enfrentarse al abismo tenía que ser el estudio, la contemplación del espacio, del movimiento de los objetos, de la sustancia, la solidez de los edificios, la estrechez de los pasillos, la estética de la pesadilla, digamos: la contemplación como fin en sí mismo: el hallazgo total. Descubrí -desde un razonamiento primario, si se quiere- que adentro se hallaba una cosa que tenía que expandirse, desarrollarse; un algo parecido a la enredadera que había copado la barda, o mejor: una especie de mancha negra que poco a poco, desde lo más profundo de mi alma, seguro que iba a terminar ocupándolo todo.

Dejando a todos estupefactos.



II

Todo ha sido la planicie yucateca. El sol (¿pero aquello era un sol?) cociéndonos el tuétano.

Imaginemos la vista de la selva bajo los efectos de la psilocibina. O el desgarramiento. De la selva orgánica que transita al interior hacia un paraje desconocido, que es el mismo -la misma planicie- que hemos avistado desde la barca de fibra de vidrio: la infancia.

Todo ha sido tu madre, sus cantos melancólicos, de la época en la que el padre se derramó en sombra.

Todo ha sido esa sombra.

Ese mirarnos al espejo, repitiendo inútil/tercamente tu nombre, sólo que sin ser capaz de reconocerte. Como si el reflejo fuera otra cosa, otro rostro, las miradas de los hijoputas en la línea uno del metro (de Madrid) (la azul, que ahora va de Pinar de Chamartín a Valdecarros).

Todo ha sido la planicie circunférica del Yucatán, sus venados extintos, sus fábricas antiguas de henequén, sus esclavos, su vana voluntad de independencia, sus habitantes obesos, empobrecidos, su hartazgo, su páramo, su lasca afilada, sus tránsitos de aguas subterráneas, sus cenotes, sus aluxes, su luminosidad blanquecina, sus ruinas arqueológicas, el abuelo en su mecedora, convenciéndonos, o probando a convencernos, de que todo en el mundo -al final- era bueno.

Y esto ha sido la herida, no poder rendirle tributo al abuelo -constructor de cometas fantásticos- porque hemos sido incapaces de hallar la belleza, por impacientes, por la seducción del cenote, o del espejo negro, del otro lado, de la vuelta, el dejarse llevar por el vórtice, hallarnos caballos desbocados, espejismos, sangre en tierra de fantasmas.

Todo ha sido fallarle al abuelo, no comprender al abuelo, la pura superioridad estética del degollado, y el sexo -el sexo miserable, el sexo centauro, el sexo banquete-. Y la rabia, primero contra el dios católico, luego los dioses latinoamericanos, luego los dioses libro, los dioses sentencia. Por último contra los dioses interiores, la rabia contra la sombra, contra el reflejo, contra el primer imbécil que pase.

Luego nada.



III

Has estado intentando dejarme en los huesos, le digo. Has estado arriesgando demasiado, pensando en aquello de ¿qué haría Mr. Hyde? ¿Sabes lo que haría?

Pero aquello no nos llevó a nada, a ningún sitio, a ninguna certeza, como era de esperarse. Nos perdimos varias noches seguidas, con sus días. Éramos esos chicos, los que irradiaban inyecciones de sangre vertiginosa a la vez que provocaban espanto. Estábamos arriesgándolo todo. Aunque por ese entonces nada nos parecía demasiado. Lo bonito era acelerar.

Has estado intentando salvarme sin éxito. Has estado intentando espabilar de la pájara. Has estado ensayando con torpeza. Has estado despierto todo este tiempo. Has estado lejos de todo, pero ¿de cuánto te acuerdas? ¿Cuánto ha sido verdaderamente tuyo? ¿Te has sentido cerca? ¿Te has redimido? ¿Te has muerto? ¿Cuántas veces te has muerto? Y al final, ¿con qué te quedaste? ¿Dónde hallaste una paz inexpugnable? ¿Quiénes formaron parte del pelotón de fusilamiento? ¿Cómo se hacía una bomba casera? Has intentado de todo. Usted está aquí. ¿Y cuánto duró tu momento de gloria? Usted se cree muy listo, pruebe a dibujar el desacierto. Para siempre a la deriva, por así decir. Probaste a desactivar una máscara, pero ¿cuántas máscaras había al interior? Te has sentido frustrado. Te has sentido perdido, irremediablemente perdido. Despertaste en la punta del remolino, pero fue hermoso.






Imágenes familiares. En la primera mi padre y mi abuela. En la segunda mi abuelo y yo. En la tercera mi madre bailando. Aquí se puede descargar una versión PDF de La debutante, de Leonora Carrington.

2 comentarios:

JAIME dijo...

TE FELICITO CON TODA HONESTIDAD. GRACIAS POR COMPARTIR TUS PALABRAS; UN SALUDO MI ESTIMADO.
JAIME

julianbozzo dijo...

que manera tan linda de aproximarse a la mortalidad amigo, somos esa hiena,, me reconocí en tus palabras. enhorabuena